Este artículo fue escrito por Teresita Núñez, para Mayu.cr. Por lo que el contenido representa el criterio y opiniones de la autora; de quien además, contamos con la autorización para publicarlo en nuestra plataforma, y le agradecemos su colaboración con nuestra causa.
En mi familia tuvimos varios perros, los recuerdo a algunos más que a otros. Recuerdo que me gustaba tenerlos, no recuerdo más realmente. La primera perrita que realmente quise fue Popa, llegó a mi casa cuando mis hermanos y yo estábamos en el colegio. La quise mucho, fue la mejor perrita que alguien pueda tener, se merece un capítulo sólo para ella. Pero realmente todos sabíamos que era de mi hermana más que de nadie, ella la cuidaba, la llevaba al veterinario y finalmente cuando cada uno tomó su camino se quedó con ella.
Por eso creo que mi primera perrita la tuve ya grande. Mi esposo y yo veníamos regresando de un largo viaje, nos habíamos establecido otra vez en Costa Rica, teníamos nuevos trabajos, un apartamento lindo y tranquilo, era el momento indicado y decidimos dar el paso.
Yo no estaba muy segura, tenía mis dudas. ¿Teníamos realmente el tiempo para dedicarle? ¿El espacio era suficiente? Pero mi esposo estaba cien por ciento seguro, buscó una casa cuna, hizo todos los arreglos y fuimos por Moika, una perrita casi del tamaño de mi mano, pelito negro, ojos brillantes.
Ella estuvo en nuestra vida menos de dos semanas, se fue tan rápido como llegó, los primeros días fueron los más maravillosos, los últimos fueron una serie de visitas diarias al veterinario, incertidumbre, miedo, sustos, hasta que llegó el momento de decirle adiós…
Los siguientes días fueron tristes, muy tristes. Sentía un dolor físico, literal, me dolía la ausencia. Por la enfermedad que tenía tuvimos que deshacernos de todo, la cama, las cobijitas, la taza de la comida, ni siquiera el collar pudimos dejarnos. Fue un proceso de duelo.
Y yo solo podía pensar: ¿cómo es posible sentir tanta tristeza por alguien que estuvo en mi vida unos diez días como mucho? Por supuesto tuve otros sentimientos, arrepentimiento (quizás no debimos haberla adoptado), enojo (tal vez otro veterinario la pudo haber ayudado), y muchos otros.
Al final el dolor pasa, o uno se acostumbra a no pensar mucho en él, y es entonces cuando entendí la gran lección que Moika me dejó. Esto es lo que aprendí.
Primero, adoptar es un gran paso, debemos asesorarnos bien, buscar organizaciones reconocidas y serias que nos ayuden a encontrar a nuestro perrito ideal.
Segundo, el amor hacia un perro puede ser mágico, instantáneo. Un perrito es en esencia bueno, un perrito adoptado es eternamente agradecido e incondicionalmente fiel. Esa pureza tan simple hace que dos corazones se puedan unir en el mismo instante en que se conocen.
Y por último, perder a un perrito duele como uno no puede imaginarse, ¿pero vale la pena? Sí, definitivamente sí. Si están pensando tener a su primera mascota, a la segunda, a la quinta o a la décima, no duden en adoptar, es una de las mejores decisiones que puedan tomar. El tiempo que pasen con ese pequeño ser, sean días, meses o años, estarán llenos de puro amor.
Hoy tengo tres perritos, cada uno tan diferente del otro como no se pueden imaginar. Cuando Moika se fue no se llevó una parte de mi corazón, solo lo hizo más grande para que tuviera espacio suficiente para que llegaran ellos tres.
Foto de Verano creado por wirestock – www.freepik.es
Mayu